Escrito el 5 de enero de 2020
No necesitamos presentar ese bar muy famoso que se halla frente al cementerio de la Recoleta : lo van a encontrar en todas las guías turísticas.
No es el más lindo de los bares notables de Buenos Aires, tampoco el más autentico, pero sí uno de los más antiguos. Su historia empieza en 1850. En la época, se trataba tan sólo de un pequeño bar de aficionados, se llamaba “la Veredita” (la pequeña acera). Luego, se llamó “el Aéreo”, debido a su popularidad dentro del medio de los pilotos de avión. Eso hasta los años cincuenta. A partir de 1950, se volvió el lugar de predilección de otros pilotos, con volante esos, y por fin recibió su nombre actual: La Biela.
También lo frecuentaban unos escritores famosos: para recordarlo, los dueños instalaron una mesita redonda en la entrada, donde se pueden ver sentadas las estatuas de Jorge Luis Borges y su gran amigo Adolfo Bioy Casares, tomando café. Así que los turistas pueden sacarse fotos compartiendo café con esas dos estrellas de la literatura argentina. (Lo hicieron igual en el Tortoni, otro bar notable del centro de la Capital, donde Borges también está sentado en una mesa las 24 horas. No dudo que esos famosos pasaron tiempo en esos bares, por lo menos certifica que tenían buen gusto. Pero obligar así a esos pobres hombres algo ancianos a pasarse todo el día aferrados a una taza de café, ametrallados por los flashes de las cameras, nos da algo de pena).
El decorado de La Biela no tiene nada extraordinario. En el interior, como es de suponer, es un decorado más bien automovilístico: fotos de pilotos en sus bólidos, casi todas de los años 50, en blanco y negro, muchas del héroe nacional, Juan Manuel Fangio, insignias de marcas, piezas de coches (por ejemplo, ¡un magnifico radiador de Hispano!), y por supuesto, la famosa biela tallada en el respaldo de las sillas de madera del local. O sea, ambiente “vintage”. Afuera, la amplia terraza parece mucho menos atractiva. Total anarquía de muebles de jardín de plástico blanco y verde oscuro, muy numerosos, como amontonados sin orden aparente, o un orden siempre alterado por los clientes que desplazan sillas y mesas a su antojo. Ojo cuando van a elegir una mesa: todo el sitio es también territorio de una multitud de palomas, así que más vale elegir una mesa provista de parasol. Desde la terraza, se puede admirar el tan magnífico como famoso gomero, plantado acá hace más de un siglo, y que con el bar y el cementerio, representa la tercera maravilla de la zona.
La sala y la terraza forman como dos mundos sin relación entre sí. Tuvimos tiempo de darnos cuenta, ya que nuestro departamento estaba casi al lado, y solíamos pasar acá la mayoría de los fines de tarde.
La Biela se halla en un barrio muy turístico, ya que está exactamente en frente del cementerio más famoso de Buenos Aires, equivalente al “Père Lachaise” parisino, donde se pueden encontrar las tumbas de una multitud de próceres argentinos, como Eva Perón, Domingo Sarmiento, Hipólito Irigoyen, José Hernández, y tantos más. O sea que La Biela es un lugar caro, pero muy caro. Es decir, en comparación con los demás “bares notables” de la ciudad. Pero siempre es posible pedir una “cañita” de cerveza y unas “chips” de patatas sin vaciar su cartera, y así poder pasar una hora tranquila sentado en la terraza, a mirar y escuchar a los demás clientes. Bueno, en una novela, siempre ocurre algo al héroe que se sienta a tomar algo en una terraza cualquiera. Miradas que se cruzan, el titulo de un libro en la mesa que permite entablar una conversación, el famoso que viene a sentarse al lado y le pide por favor, la carta del menú que descubre en su mesa y está faltando en la suya, bueno, pasa algo y al final, empieza una relación muy fuerte entre dos seres que todavía no se conocían antes de llegar a la terraza. Con nosotros no. No pasó nada. En la realidad, una terraza llena de gente ordinaria, grupos de turistas de todas las nacionalidades, jóvenes, menos jóvenes, ancianos, familias, pandillas de minas recreándose, ejecutivos de viaje, o sea, nada muy notable. Gente que parece tener una vida tan normal como la nuestra. Claro que siempre es posible inventarlos otra más excitante, de eso precisamente se preocupan las novelas, disfrazar lo ordinario de extraordinario, pero si nos permiten, antes de emprender tal delicada y noble tarea, déjenos terminar por lo menos nuestras cervezas, antes de que el sol muy duro de la tarde acabara de disfrazarlas de sopa de lúpulo.
Adentro es otro mundo. Total e implacablemente. Por una parte, el promedio de edad es mucho más elevado, y por otra parte, el público es mucho más argentino. O sea, viejos argentinos. Gente del barrio, que los camareros reconocen al entrar. Esa parte de La Recoleta, sin duda la más selecta, es territorio de la vieja burguesía porteña. La burguesía joven vive más bien en Palermo. Por lo menos los menos convencionales. Desde hace unos años, los ricos argentinos (cada vez más numerosos a medida que hay cada vez más pobres en el país) se van más bien a vivir en Puerto Madero, ese nuevo barrio construido frente a los antiguos galpones transformados en restaurantes de lujo, del otro lado de los estanques.
Los ancianos se quedaron en La Recoleta. Más exactamente dentro del islote formado por las avenidas Callao, Pueyrredón, Libertador y Las Heras. La Biela siendo el centro exacto del islote. Y el punto de encuentro de la ancianidad acomodada, lectora de Clarín y votando para la derecha conservadora. Así se entiende mejor por qué a Borges le gustaba tanto el lugar.
Sin embargo no es para provocar que abro el pequeño libro que compre en el Ateneo y empiezo a leerlo. Se trata de “Profetas del odio”, no el de Jauretche sino el de un tal Aníbal Fernández, antiguamente secretario de la presidencia durante el mandato de Cristina Kirchner. Cristina, la bruja mala de los viejos burgueses de La Recoleta. No sé si los ancianos sentados a nuestro lado conocen a Aníbal Fernández. El libro apunta hacía algunas obsesiones de los medios políticos y periodísticos de la derecha argentina. Es un libro muy peronista, más: un libro kirchnerista. Y queda claro que los ancianos de al lado odian a los kirchneristas. Porque acabamos de oír a uno de ellos preguntando a sus contertulios: “¿Sabéis lo que resulta del encuentro entre un kirchnerista y Francisco 1°?” … “Un ñoqui de papa”. Un chiste muy derechista, pero que nos hace mucha gracia.
(Cabe aclarar que en Argentina, durante el mandato de Mauricio Macri, llamaron “ñoquis” a los supuestos funcionarios de sobra – nombrados bajo el kirchnerismo – en la administración pública).