Escrito el 8 de enero 2020
Así se llaman los autobuses en Argentina. En Buenos Aires, son propiedad de empresas privadas. Es difícil saber exactamente el número de líneas, parecen muchísimas. Hemos leído una vez que existían más de 500, pero es una cifra que quedaría por verificar. Muy difícil también es encontrar un mapa del conjunto de la red. De todas maneras, si existe tal mapa, parece muy difícil imaginarlo legible. Por suerte, existe sin embargo un sitio web muy cómodo, parecido a los que tenemos en Europa, donde entras las direcciones de partida y destino, y te ponen el trayecto exacto, incluidas las partes andando. Pero. Varias veces nos dimos cuenta que ya no existía la parada indicada. O que la habían trasladado a otra calle. Muy divertido. Andas cinco o seis cuadras hasta la parada mencionada, y al llegar, ¡zas! Nada. Ni rastro. Por ejemplo esta misma mañana queríamos coger el 75. En realidad, la parada se hallaba cinco cuadras más lejos, en una calle paralela. Son muy juguetones. Parece que la gente está acostumbrada. Sin embargo, si juzgamos por el número de personas quienes nos preguntaron por un número de línea, por controlar si tal colectivo paraba acá, o si tal otro iba a tal sitio, etc…parece que tampoco toda la gente lo maneja perfectamente. El otro día al volver de Palermo creíamos haber encontrado – por fin – la parada del 60. Incluso un anciano se había acercado a preguntarnos si, de verdad, pasaba por acá el tan esperado 60. Sí señor, como puede ver usted mismo, es lo que va escrito allá arriba en el cartel. 60. (Entre otros, ya que a una parada pueden corresponder un montón de líneas). Así que nos pusimos a esperar juntos, el anciano y nosotros. Después de un cuarto de hora, nada. Veinte minutos. Media hora. Mientras tanto, se pararon muchos otros, pero ni apareció un solo 60. Al cabo del primer cuarto de hora, ya el anciano se había subido en un 42, sin más preocupación. Al final, decidimos subir en el próximo colectivo, cual fuera su número y destino. Tuvimos suerte: pasaba por la avenida Santa Fe. Perfecto para nosotros. Pero nos cuesta trabajo pensar que al final de nuestra estancia en Argentina, sea cual sea su duración, acabaremos por entender cómo funciona todo este quilombo.
Lo positivo de este sistema que parece tan anárquico, es por una parte su tarifa muy asequible (por el precio de un solo billete de tranvía francés, puedes hacer cinco viajes en Buenos Aires), y por otra parte el sistema de tarjeta “Sube”, recargable, que se puede utilizar también en el metro (el “subte”, acá) y los trenes de proximidad.
Los colectivos son el teatro de un extraño espectáculo. Los argentinos se muestran por lo general un pueblo bastante indisciplinado y con escaso espíritu cívico. Pero no en lo que se refiere a los colectivos bonaerenses. Allí las colas que se forman en las paradas bien se pueden comparar con las que podemos ver en Londres. Prohibido adelantar: todo el mundo espera con mucha paciencia, uno tras otro. Pasa igual dentro de los autobuses: incluso en hora pico, predominan la calma y la cortesía. No en Francia ni en España se podría constatar que los transportes públicos constituyen así un lugar de desarrollo del sentido cívico de la gente.
Uno puede también utilizar el taxi. Tampoco es caro, si se compara con los taxis de Francia. Para un trayecto de 5-6 kilómetros no te cobran más de 3 euros. Pero hay que elegir bien su vehículo. Y el chofer. En verano, más vale elegir un taxi con las ventanillas cerradas, lo que indica aire acondicionado. Y esquivar los choferes que conducen con los ojos pegados a la pantalla de sus móviles. Hay muchos. Nos tocó uno de esos al volver de Puerto Madero. A cada semáforo volvía a la maldita pantalla. Así que cada vez se perdía el momento de volver a arrancar. Luego rugía como un león, con ayuda de bocina y todo, porque los demás le adelantaban. Manejo nervioso, al milímetro. Y nosotros apretando las nalgas, con mucho miedo.
En lo que se refiere a la amabilidad, los taxistas porteños se parecen muchísimo a los parisinos. Es de suponer que parecerse a un taxista parisino es el colmo de la distinción. Por suerte, no lo saben los camareros de Buenos Aires. Quienes son todo el contrario de nuestros mozos de Paris. Sonrientes. Amables. Y muy lentos. Pero igual de desagradables para con los tacaños que se ahorran la propina.