Escrito el 17 de enero de 2020
Supongo que algunos adictos a la psicología barata lo interpretarán como un placer morboso, o por lo menos una atracción algo necrófila. Pero tan lejos que pueda alcanzar mi memoria, siempre me gusto pasearme por lo cementerios, y no por eso me avergüenzo, ni me siento perverso. Los cementerios representan para mí lugares de paseo tan agradables, y más instructivos, que los parques públicos, con los cuales comparten muchas cosas.
Los cementerios no son sólo lugares verdes, sombreados, con pasillos bien diseñados como lo son los parques. Ofrecen una relativa quietud (no peros, no aficionados al picnic, o al futbol, o al footing), una gran serenidad y sobre todo nos regalan – por lo menos a las personas dotadas de un mínimo de imaginación – apasionantes viajes por el tiempo. Sólo me contradecirán los que nunca se pararon delante de una placa medio borrada, llevando el nombre y apellido de una persona absolutamente desconocida, sin sentir una profunda emoción. ¿Quién era? ¿Qué tipo de persona? Su muerte que destrozó a sus familiares, ¿acaso suscitó alegría dentro de sus enemigos? ¿Qué vida tuvo? ¿En qué circunstancias falleció? Etc.…
Claro que eso no lo cuentan las placas. Todos estos muertos son festejados, alabados, queridos, añorados. Todos fueron seres extraordinarios. Por ejemplo el tal Francisco Ceballo, quien era presidente de un club de polo y murió en 1948: “Al gran corazón de F. Ceballo, arquetipo del buen amigo, dedican este bronce quienes tuvieron el privilegio de su amistad”. Los “recuerdos y lamentos perpetuos”, las promesas de memoria indestructible, los dolores inconsolables pululan, cual fueron las verdaderas cualidades del ser llorado. Es la ventaja de la muerte: nos permite alcanzar cierta perfección, tan física como moral. ¡Qué padre más afortunado que el tal Alfredo Simón Roman (1915-1987)! Su familia en torno al ataúd lo recuerda así: “Papa, nuestro mejor amigo en nuestra inolvidable relación. Supiste ser nuestro compañero y amigo inseparable. Tu ejemplo nos honra y los principios que nos diste son el mayor legado que tiene nuestra familia. Tu impronta permanecerá por siempre con profundo sentimiento y veneración”. (El texto es firmado: Tu familia). Sin embargo, ¿No es posible leer entre las líneas y ver aparecer otro hombre, con principios, en efecto, o sea algo rígido y poco amigo de la permisividad? Quizás estoy exagerando, pero eso sentí al leer este pequeño texto de homenaje; me dio la impresión de un hombre sin lugar a dudas afectuoso, pero más bien severo, cuyas decisiones no se podían discutir. Ejemplo, altura de los principios, inolvidable relación, veneración, todo eso huele a verdadero “jefe” de familia, llevando firme las riendas del carro. ¿O no?
Sin embargo algunas tumbas parecen algo más evocativas, y nos permiten viajar a través una Historia más conocida, con mayúscula. Tal es el caso de Guillermo Zapiola (1826-1871), un médico quien falleció cuando estaba cuidando los enfermos de la famosa fiebre amarilla de 1871 que devastó el barrio de San Telmo y lo vació de la casi totalidad de su población. O el caso de Emma Nicolay de Caprile (1842-1884), una estadounidense de origen húngara quien creó el primer instituto de formación docente para muchachas de Argentina. Una pionera.
El colmo histórico lo alcanza la tumba de Pedro Aramburu. Si es muy difícil encontrar la tumba de Eva Perón (1919-1952), escondida en un callejón muy angosto donde se amontonan los turistas, o la del Presidente Irigoyen (1852-1933), relegada en el fondo del cementerio, imposible no ver la de Aramburu : se halla en medio de la calle principal, a cincuenta metros de la entrada. Y es monumental. Sin embargo, los dos personajes ya citados tuvieron mayor importancia en la historia argentina que él quien participó del derrocamiento de Perón en 1955 y se impuso como dictador hasta 1958, y fue asesinado por guerrilleros zurdos en 1970. Aramburu era un verdadero “milico”, como dicen los argentinos hablando de los militares de extrema-derecha. No dudó en dejar fusilar al General Valle, uno de sus mejores amigos, quien reclamaba el retornó de Perón . Ultra católico, amigo de los grandes empresarios argentinos o extranjeros, enemigo de los sindicatos, y que no toleraba la menor oposición. Pues sin embargo en su tumba, no dudaron en escribir dos frases del gran prócer. La primera proclama que “Sólo el pueblo es fuente legitima de poder, y su autoridad se afirma en la justicia y se pierde en el arbitrario”. Todos los que mandó a fusilar sin juicio sin duda saborean esas palabras. La segunda afirma que “El progreso, fundamento del bienestar general, es obra de los pueblos y resultado de la riqueza justamente distribuida”. Pronunciada por un dictador quien gobernó para mejor provecho de las grandes familias, ¡consideradas como una “muralla contra el comunismo”!
Todos esos personajes tienen su sepultura en el cementerio de La Recoleta, el más famoso de los cementerios porteños y cementerio para famosos, donde se encuentran las tumbas de no menos de 20 presidentes de la república, un mogollón de escritores, un ejército de generales (sólo los vencedores, es de suponer), y todo un club de empresarios y miembros del muy selecto Jockey-club. Hay otro cementerio tan grande en Buenos Aires, pero menos visitado por los turistas extranjeros, ya que mucho más plebeyo: la Chacarita. Es mucho más amplio que La Recoleta, y creo yo, más conmovedor en su anonimato. Los únicos famosos enterrados acá son artistas populares, tangueros como Carlos Gardel o poetas olvidados/as como Alfonsina Storni. Pero son escasos. Y muy difíciles de encontrar: el cementerio de la Chacarita, al contrario de La Recoleta, no proporciona ningún mapa en la entrada.
Así que los cementerios son como los parques públicos: pueden servir de marcadores sociales.
Tumba de Alfonsina Storni en La Chacarita