“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevo a conocer el hielo”.
Es el magistral inicio de “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, el creador del realismo mágico.
I. Encantos
En Argentina, el realismo mágico llega de la mano de un líder paternalista, mucho antes de la aparición de la novela “Cien años de soledad”. El hombre que deja el cuartel y se trepa al potro de la política, es observador, disciplinado, empapado por los conocimientos sistemáticos de Karl von Clausewitz, al primer golpe de vista sabe lo que le falta y también lo que le sobra, domina con buenas artes la táctica y la estrategia, procura poner de su lado el tiempo y el espacio, como el temporizador de su andadura.
Es el hombre indicado, dice su compañera, el guiará a los trabajadores hacia un territorio de gloria, será el Moisés guiando un pueblo por el desierto de carencia y dubitaciones. Su compañera, la que conoció aquel día del terremoto de San Juan, entre las piedras de un pueblo destruido por el cataclismo telúrico, entre las ruinas del sismo, está a su lado, radiante, llena de energías, ella lo mira con ojos desafiantes, con una mirada severa, deja ver la seguridad de un felino, lo tiene en su campo visual, próximo a sus garras. Él la contempla con la vehemencia de un místico, se deja invadir por su encanto, esa mujer surgida de entre los escombros de la convulsión telúrica es el epicentro de su atención. Guarda una distancia prudente, la necesaria para no perderlo de vista, actúa como una lámpara, le alumbra el camino de ruinas. El líder se mueve seguro, sabe con certeza donde planta sus botas, ve con claridad rayana las necesidades rizomamando en el campo social, bulle frente a una muchedumbre en situación de caos, sus palabras llanas son suficientes para remover los resabios de la furia telúrica, su voz atemperada los acompaña, por un momento se olvidan de la catástrofe, de los gobiernos conservadores, juntas militares y obispos lúbricos.
Como en el teatro pirandelliano, los personajes salen a buscar un autor, al final lo encuentran, son los apóstoles del peronismo: los dirigentes de los sindicatos, los punteros políticos, los capitanes de empresa, las damas de la caridad, todos dispuestos a ganar un lugar donde nutrirse del poder, todos medran y se benefician, el líder los contempla y a cada uno les pone un precio.
Siempre atento al murmullo enfermizo que transmite la muchedumbre, sabe en qué momento dar un golpe de timón, cambia el rumbo de su diatriba, modera los vientos aventando de popa, con la misma parsimonia les habla a los empresarios, a los mandos militares, a los purpurados, a los campesinos empantanados en la miseria, tiene el tono medido para cada uno, elige el momento oportuno para satisfacer sus deseos inmediatos.
II. Luz de los humildes
La clase trabajadora en los inicios del peronismo hervía de inquietudes, los sindicatos consolidaban su poder, buscaban unas figuras fuertes en donde apuntalarse, al mesías capaz de fundar un mejor porvenir, un catalizador de las necesidades de los más humildes. En 1945 acontece su aparición, como un cátaro trae una nueva realidad, emite una oratoria campechana, les habla de igual a igual, ya elaboró la salsa que cocinará el esperado bocado de la satisfacción.
El interior del país se moviliza a la Capital Federal, los trenes llegan abarrotados de familias, no traen valijas, carecen de equipaje, bajan del tren con lo puesto, solo quieren estar cerca de la magia, recibir en algún momento la bendición del líder. La gran capital comienza a mutar de color, otras voces resuenan en las calles siempre iluminadas de Buenos Aires, son los “cabecitas negras” o “los grasas del interior” transitan bulliciosos por las calles porteñas, un nuevo color de piel se cuaja en la multitud.
El peronismo descubre en el andar que el pasado no pasa nunca, el pasado domina al presente y se prolonga hacia el futuro. El discurso no logra atemperar la franca desconfianza en los estamentos altos de la sociedad porteña, en especial, en la iglesia, el personal de las Fuerzas Armadas, se inquietan, la reacción inmediata es xenófoba, racista, no soportan ver a aquellos individuos necesitados de trabajo llenando las calles de la gran ciudad de Buenos Aires, son los huérfanos históricos, son señalados de manera peyorativa, los llaman “cabecitas negras”, descamisados”, el líder y su esposa lo saben, la nueva oleada de “los cabezas” son el respaldo de su gobierno.
La mirada de indio del líder, esa mirada que no trasunta ninguna imagen, ningún sentimiento por dentro, su voz cautiva, emite las palabras absolutas, grandilocuentes, las que espera escuchar la multitud, sabe como otorgarle otro sentido a una misma acción, se muestra como la polea de transmisión de una maquina de complacer, de darle forma a los deseos de los más necesitados, está allí para salvar, para otorgarles valor a los que no tienen valor.
Si su energía física y su oratoria puntual ganan espacio entre las masas trabajadoras, también se gana el mal humor en la clase media alta, el descontento de los mandos militares, los obispos en sus homilías arrojan dardos ponzoñosos a la gestión gubernamental.
La realidad de la política argentina presenta una lógica demencial, escurridiza, se exhibe imposible de narrar, para los propios y los extraños. El argentino de a pie está condenado a saber esperar, como decía Charles Ives, «saber esperar lo que viene, nítido, invisible, como la silueta de una mariposa contra la tela vacía».
En la atmosfera política flota siempre una promesa, un conjuro, la magia del líder que sabe construir expectativas, soluciones a un futuro que nunca cobra forma. Allí están las necesidades de sus gobernados, con la mejor sonrisa, con la palabra dulcificada les explica a los que esperan: el pasado no pasa nunca, vuelve como una rueda dentada, muerde el presente, lo destruye, lo barniza, luego lo ofrece como el portento de todas las soluciones.
El sillón de Rivadavia funciona como un trampolín, desde allí se lanzará a dominar los estamentos de la sociedad, será el gran director de orquesta, tocará todos los instrumentos, entonará canticos gregorianos de un nuevo tiempo, todos bailaran al ritmo de su música, la música doma a las fieras, crea emociones, estoy seguro que también calma a los hambrientos, a los más humildes, los desheredados, ellos rezarán por el líder, pedirán por su salud, por el estado de gracia de su compañera, cada noche, antes de acostarse mirarán el retrato colgado en la pared con su traje militar.
Manuel Silva – 2021
(Continuará en parte 2)